Las
despedidas siempre son algo difícil de asumir. Como todo lo malo en esta vida,
suele pillarnos desprevenidos, con los pantalones del alma bajados ante las
otras inclemencias de nuestra existencia. Hace poco un adiós se cruzó en mi
camino en forma de muerte, partió hacia su cielo de la mano del segundo padre
de toda mi infancia, dejándonos a todos con un sabor a café oxidado en los
labios, como si el olvido pudiese saborearse y olerse por un instante.
Ver
como alguien se marcha de este mundo es como ver marchar un barco por el
horizonte. Algo se aleja de ti y desaparece en un punto indefinido, imposible
de ver con los ojos, pero sabes que esa nave sigue navegando más allá, contra
otros vientos y mareas del lado oculto de la existencia que nunca
comprenderemos, hasta que llegue nuestro bote para ir tras la fina línea que
separa el mar del cielo.
En
momentos así es fácil pensar en el dolor y la desesperanza, pues esto comienzan
a perseguirnos tras cada esquina, llenando las ausencias con su presencia gris
y amarga. La luz parece extinguirse y los miedos se pasean por nuestra piel, frágil
y humana, como un cruel recordatorio de todo lo que somos. También llegan a
nosotros todos los planes futuros rotos para recordarnos lo que nunca podrán
llegar a ser, así como todos los arrepentimientos pasados hacen gala de sus
mejores vestidos de tristeza en un desfile de pensamientos bajo el patronazgo
de las memorias que fueron y nunca más volverán.
Con
un panorama así es fácil rendirse, parece sencillo dejarse llevar por las
amarguras, pero lejos de ser la opción más fácil, una parte de nosotros enciende
la estufa de la esperanza, alimentándola con las ramas rotas de todo el amor
que se quedó por ofrecer. Entonces nace una fuente de calor que nos arropa y
nos obliga a acurrucarnos en el seno de lo más primordial de nosotros mismos,
incubando en ese sueño de duelo todo lo que nos espera de ahora en adelante: un
camino que seguir y unos sueños que alcanzar.
Y al principio todo eso parece una montaña imposible de subir, pues la mochila de nuestra conciencia sigue cargada con todo aquello que no hicimos, pero a medida que vamos superando nuestras perezas y el letargo se marchita en nuestro interior, surgen las flores de nuevas primaveras ante nuestros pies, los brotes de alegría se dejan asomar en los bordes de nuestro sendero y todo parece volver a su cauce.
Pero
no es hasta que transcurrido un buen trecho y nuestros pies empiezan a
quejarse, cuando nos damos cuenta que hemos llegado a una cima de experiencia,
viendo en la lejanía todo lo que hemos dejado atrás. Muchas cosas en su momento
parecieron imposibles de superar y otras muchas lo siguen pareciendo a pesar de
haber sobrevivido a ellas. Y en ese monte de nuestra vida, tras haber caminado
las rutas de la vieja muerte y haber escalado por las paredes de la superación,
vemos de nuevo el horizonte. Esa fina línea por la que un día desapareció una
persona a la que le dimos un pedacito de nuestro corazón para que lo guardar
allá donde fuera. Y es en ese momento, en la altura de la experiencia, cuando
podemos ver como el barco de su alma sigue navegando otros mares, con distintas
islas, con distintos vientos y con distintas mareas. Un barco que espera
pacientemente nuestra llegada cuando sea nuestra hora. La hora de remar con la
parca bajo los vientos de la eternidad y con la brújula del Destino.
A
todos los que hayáis sufrido una pérdida os quiero mandar un mensaje de
esperanza. Puede que ahora no lo entendáis, pues todo adiós viene cargado de
tristeza, pero no os rindáis. Llorad todo lo que vuestro corazón os dicte, pero
no olvidéis de regar con esas lágrimas las semillas de nuevos amaneceres, pues
vosotros aún seguís aquí en esta vida. Si en algún momento vuestro ánimo decae
y todo parece volverse gris de nuevo, pensad en que aquellos que ya no están
siguen entre nosotros más allá de las estrellas, deseando que vivamos y
regalemos al mundo todas las sonrisas y sueños cumplidos que ellos no pudieron
compartir con nosotros. Tarde o temprano nos llegará la hora de volver junto a
ellos, pero hasta entonces, no olvidéis que tenéis que hacer que se sientan orgullosos,
ya sea con vuestra sonrisa o con la de aquellos que están por venir. Se lo
debemos.